sábado, 18 de octubre de 2014

Ébola, enfermedad política

Entre las causas profundas de la crisis actual está la pobreza de la infraestructura sanitaria de países como Liberia, Guinea y Sierra Leona.

OMS: van 4.493 muertos de los 8.997 casos diagnosticados en siete países


Hace varias semanas el ébola dejó de ser un problema de África occidental. También dejó de ser una crisis de salud o un alarmante brote epidémico. Como ha dicho la directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chan, “se trata de una crisis social, humanitaria, económica, y una amenaza a la seguridad nacional que se extiende más allá de los países afectados”. Se ha convertido también en una preocupación política, prioritaria en las agendas de las instancias multilaterales, y en todo un desafío para la cooperación internacional.

La enfermedad ha recordado al mundo la precaria situación en la que viven los países africanos. Con el primer brote en 1976, en Zaire (hoy República Democrática del Congo), donde empezó a transmitirse como consecuencia de las condiciones poco higiénicas de los servicios hospitalarios, y con los posteriores brotes en Sudán, Costa de Marfil, Uganda y Sudán del Sur, África aparecía como el olvidado epicentro de una amenaza internacional aún más preocupante que las guerras y los movimientos armados extremistas.
La pobreza reinante en ese continente y la precariedad de su infraestructura sanitaria son causas profundas del ébola. En Liberia, un pequeño Estado que ha aportado al menos el 75% de los muertos por esta enfermedad, sólo el 18% de la población tiene acceso a servicios sanitarios básicos. Los hospitales apenas disponen de 620 camas, un 21% de las necesarias. Hay un doctor por cada 100.000 habitantes. El 84% de la población está por debajo de la línea de pobreza. Los muertos llegan a 2.458, según la OMS. El panorama no es muy distinto en Guinea (843 muertos) y Sierra Leona (1.183 víctimas mortales).

Lo curioso es que estos tres países son ricos en recursos naturales. Tienen petróleo, oro, diamantes, uranio, cobalto, platino, pero están entre los más pobres de África y el mundo. Esta paradoja se debe en parte a la corrupción de los gobiernos locales, a la existencia de grupos armados ilegales, conflictos étnicos y religiosos y frecuentes golpes de Estado, pero también a las insostenibles políticas económicas de organizaciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional (FMI), que a cambio de inversiones para el desarrollo en esas zonas imponen créditos que se traducen en una eterna deuda externa, en la reducción del gasto público, incluyendo el gasto público sanitario, y en un constante empobrecimiento. El impacto de esas políticas ha hecho que el gasto público sanitario en estos tres países de África esté, junto con los de Bangladesh y Haití, entre los más bajos del planeta.

Los recursos naturales, que deberían ser la principal fuente de riqueza en los tres países africanos, están por lo general en manos de empresas transnacionales y no constituyen un ingreso considerable para invertir, por ejemplo, en infraestructuras sanitarias. Así, el ébola, el cólera, la malaria, el sida, el sarampión, entre otras enfermedades, se han cebado en estos países, que no cuentan con sistemas e infraestructuras de salud pública desarrollados, ni con una institucionalidad que permita recabar datos suficientes sobre el impacto de las enfermedades, ni con un presupuesto para iniciar proyectos de investigación científica en busca de vacunas. Como la maltrecha economía de estos estados no promete un negocio rentable, la industria farmacéutica no presta mucha atención, salvo cuando la amenaza toca las puertas de alguno de los países desarrollados del Norte.

Cuando los gobernantes africanos dicen que el ébola amenaza la existencia de sus estados, no es alarmismo. La expansión de la enfermedad puede empezar a generar migraciones, movilizaciones masivas en contra de las autoridades y sus políticas económicas y sanitarias, así como en contra de las políticas neoliberales de los organismos internacionales. En suma, una indignación y violencia generalizada que puede alterar las estructuras de poder y desestabilizar a los países víctimas del virus y también afectar a las potencias y empresas que sacan de allí sus materias primas. Por eso, además de la mortandad que causa, se considera al ébola una amenaza para la seguridad y el mantenimiento del orden mundial.

El envío de paquetes de ayuda humanitaria y el despliegue de militares en el terreno (¿los militares van para evitar que el sistema de poder sea alterado?) pueden ser medidas necesarias para efectos inmediatos, pero no solucionan las causas profundas del problema. El llamado del ébola es a buscar en las instancias internacionales un compromiso real para el desarrollo de los países africanos, para evitar que una tragedia como la actual se repita en el futuro. Además, es un campanazo para que organismos regionales, desde la Unión Europea hasta la Unión de Naciones Suramericanas, empiecen a avanzar en la integración de sus sistemas de salud y de vigilancia epidemiológica y pongan estos temas como una prioridad en la formulación de políticas globales.

Por ahora, para frenar la epidemia se necesitan dinero y médicos. El sábado, la ONU reportaba que ha recibido el 25% de los US$1.000 millones necesarios para hacer frente a este brote. Cuba, Venezuela, China, Estados Unidos, Francia y Reino Unido son algunos de los estados que han mostrado su solidaridad con esta causa. Pero no es suficiente, por eso ayer el Consejo de Seguridad pidió un aumento “espectacular” de la cooperación frente a la “peor emergencia sanitaria de los últimos años”.

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