Entre las causas profundas
de la crisis actual está la pobreza de la infraestructura sanitaria de países
como Liberia, Guinea y Sierra Leona.
OMS: van 4.493 muertos de
los 8.997 casos diagnosticados en siete países
Hace varias semanas el ébola
dejó de ser un problema de África occidental. También dejó de ser una crisis de
salud o un alarmante brote epidémico. Como ha dicho la directora general de la
Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chan, “se trata de una crisis
social, humanitaria, económica, y una amenaza a la seguridad nacional que se
extiende más allá de los países afectados”. Se ha convertido también en una
preocupación política, prioritaria en las agendas de las instancias
multilaterales, y en todo un desafío para la cooperación internacional.
La enfermedad ha recordado
al mundo la precaria situación en la que viven los países africanos. Con el
primer brote en 1976, en Zaire (hoy República Democrática del Congo), donde
empezó a transmitirse como consecuencia de las condiciones poco higiénicas de
los servicios hospitalarios, y con los posteriores brotes en Sudán, Costa de
Marfil, Uganda y Sudán del Sur, África aparecía como el olvidado epicentro de
una amenaza internacional aún más preocupante que las guerras y los movimientos
armados extremistas.
La pobreza reinante en ese
continente y la precariedad de su infraestructura sanitaria son causas
profundas del ébola. En Liberia, un pequeño Estado que ha aportado al menos el
75% de los muertos por esta enfermedad, sólo el 18% de la población tiene
acceso a servicios sanitarios básicos. Los hospitales apenas disponen de 620
camas, un 21% de las necesarias. Hay un doctor por cada 100.000 habitantes. El
84% de la población está por debajo de la línea de pobreza. Los muertos llegan
a 2.458, según la OMS. El panorama no es muy distinto en Guinea (843 muertos) y
Sierra Leona (1.183 víctimas mortales).
Lo curioso es que estos tres
países son ricos en recursos naturales. Tienen petróleo, oro, diamantes,
uranio, cobalto, platino, pero están entre los más pobres de África y el mundo.
Esta paradoja se debe en parte a la corrupción de los gobiernos locales, a la
existencia de grupos armados ilegales, conflictos étnicos y religiosos y
frecuentes golpes de Estado, pero también a las insostenibles políticas
económicas de organizaciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario
Internacional (FMI), que a cambio de inversiones para el desarrollo en esas
zonas imponen créditos que se traducen en una eterna deuda externa, en la
reducción del gasto público, incluyendo el gasto público sanitario, y en un
constante empobrecimiento. El impacto de esas políticas ha hecho que el gasto
público sanitario en estos tres países de África esté, junto con los de
Bangladesh y Haití, entre los más bajos del planeta.
Los recursos naturales, que
deberían ser la principal fuente de riqueza en los tres países africanos, están
por lo general en manos de empresas transnacionales y no constituyen un ingreso
considerable para invertir, por ejemplo, en infraestructuras sanitarias. Así,
el ébola, el cólera, la malaria, el sida, el sarampión, entre otras
enfermedades, se han cebado en estos países, que no cuentan con sistemas e
infraestructuras de salud pública desarrollados, ni con una institucionalidad
que permita recabar datos suficientes sobre el impacto de las enfermedades, ni
con un presupuesto para iniciar proyectos de investigación científica en busca
de vacunas. Como la maltrecha economía de estos estados no promete un negocio
rentable, la industria farmacéutica no presta mucha atención, salvo cuando la
amenaza toca las puertas de alguno de los países desarrollados del Norte.
Cuando los gobernantes
africanos dicen que el ébola amenaza la existencia de sus estados, no es
alarmismo. La expansión de la enfermedad puede empezar a generar migraciones,
movilizaciones masivas en contra de las autoridades y sus políticas económicas
y sanitarias, así como en contra de las políticas neoliberales de los
organismos internacionales. En suma, una indignación y violencia generalizada
que puede alterar las estructuras de poder y desestabilizar a los países
víctimas del virus y también afectar a las potencias y empresas que sacan de
allí sus materias primas. Por eso, además de la mortandad que causa, se
considera al ébola una amenaza para la seguridad y el mantenimiento del orden
mundial.
El envío de paquetes de
ayuda humanitaria y el despliegue de militares en el terreno (¿los militares
van para evitar que el sistema de poder sea alterado?) pueden ser medidas necesarias
para efectos inmediatos, pero no solucionan las causas profundas del problema.
El llamado del ébola es a buscar en las instancias internacionales un
compromiso real para el desarrollo de los países africanos, para evitar que una
tragedia como la actual se repita en el futuro. Además, es un campanazo para
que organismos regionales, desde la Unión Europea hasta la Unión de Naciones
Suramericanas, empiecen a avanzar en la integración de sus sistemas de salud y
de vigilancia epidemiológica y pongan estos temas como una prioridad en la
formulación de políticas globales.
Por ahora, para frenar la
epidemia se necesitan dinero y médicos. El sábado, la ONU reportaba que ha
recibido el 25% de los US$1.000 millones necesarios para hacer frente a este
brote. Cuba, Venezuela, China, Estados Unidos, Francia y Reino Unido son
algunos de los estados que han mostrado su solidaridad con esta causa. Pero no
es suficiente, por eso ayer el Consejo de Seguridad pidió un aumento
“espectacular” de la cooperación frente a la “peor emergencia sanitaria de los
últimos años”.
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